Martín Pablo Železnik nació en la Ciudad de
Buenos Aires, República Argentina, en Abril de 1980. Estudió periodismo en la
Universidad Católica Argentina y trabajó como redactor, cronista, guionista, y
corrector de textos para diferentes medios y empresas. De profusa imaginación,
solía escribir relatos breves y de escasa coherencia desde la más temprana
edad. El conocimiento de maestros del género macabro como H. P. Lovecraft,
Algernon Blackwood, Guy de Maupassant, y Stephen King dieron forma a su prosa
actual. En el año 2013 el autor publicó a través de Amazon su ópera prima “Hay
que matar a Bárbara y otros cuentos”, disponible en papel y formato digital.
También podés leerlo y bajarlo en formato PDF desde:
https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpWlUtUHdkeVdobkE/view?usp=sharing
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Era pura vanidad. Podía pasarse horas frente al espejo,
observando cada detalle de su cuerpo divinamente agraciado. Sus piernas, largas
y sensuales, habían adquirido una firmeza particular gracias a los años de
práctica de hockey sobre césped, y eran codiciadas por hombres y envidiadas por
mujeres. Su cintura de avispa, su panza chata, adornada con un insinuante
piercing en el ombligo, formaban los cimientos para un busto naturalmente
generoso, inquieto, libertino, y sobre todo deseable. Los ojos azules y esa
nariz ligeramente respingada estaban enmarcados en una larga cabellera lacia de
color trigo. ¡Qué delicia! Pero lo que más me gustaba de ella era su piel de
porcelana, blanca, delicada, decorada con sensuales lunares de chocolate aquí y
allá. Los recuerdo todos; su sabor, su ubicación exacta, hasta los que estaban
más escondidos. Ella se observaba orgullosa, pero no reía.
Su personalidad: puro desenfado. Era uno de esos seres
luminosos, naturalmente carismáticos, que por más que lo intenten no pueden
pasar desapercibidos. Su forma de moverse, su manera de mirar, su sensual
ingenuidad. Qué excitantes me resultaban sus comentarios intrépidos, tan
arriesgados como ingenuos; crudos. Ella no era de las que andan pensando antes
de hablar. No había en ella barreras mentales que pusieran freno a su lengua
temeraria, capaz de pronunciar las palabras más crueles y los comentarios más chistosos.
Una vez estuve riéndome una hora seguida de una de sus salidas espontáneas y
ella no comprendía cómo podían causarme tanta gracia aquellos arrebatos de
verborrea. Puedo decirlo con orgullo: ella era mi novia.
¡Cómo le gustaba ir de compras! Sus ojos chisporroteaban
cuando pasaba por delante de cualquier tienda, sobre todo de las de ropa. Solía
morderse el labio inferior cuando estaba ante una prenda deslumbrante. Entrar a
un shopping le producía un éxtasis incomparable. Todas las marcas juntas, a su
alcance, en la más maravillosa de las orgías consumistas, y ella se entregaba
lujuriosa al festín de las compras, seducida por el hechizo de las últimas
tendencias. No se reprimía; daba rienda suelta a todo su narcisismo. Y todo le
quedaba bien. Yo sé que no era mérito de la ropa sino de ella, que se hubiese
visto espléndida incluso en un vestido de harapos. Podíamos estar horas y horas
entrando y saliendo de las tiendas, dudando, eligiendo, y volviendo a dudar.
Ella desfilaba ante mis ojos. Abría la cortina del probador y giraba para mí.
Lo hubiese hecho delante de todos, porque ella se sabía hermosa, se sabía
deseada, y disfrutaba al máximo del poder que sólo un determinado tipo de
belleza combinado en proporciones exactas con el tipo adecuado de personalidad
puede dar.
Y, sin embargo, su dicha no era completa. Su felicidad se
extinguía ante cualquier espejo cruel que decidiera mostrarle su diente
torcido. Uno de los incisivos, ligeramente superpuesto sobre el otro, daba por
tierra con toda posibilidad de simetría en aquella boca. ¡Qué tristeza le
producía su único defecto visible! Todos los días de su vida maldecía a sus
padres por no haberse ocupado de su diente durante la infancia, cuando no le
hubiera importado llevar diez kilos de metal en la boca. ¿Y ahora? La idea de
ponerse los brackets a los 24 años la horrorizaba. El remedio era peor que la
enfermedad. Todo su encanto se perdería con esa maldita ortodoncia —como ella
solía decir—. Sentíase en una encrucijada que le torturaba a diario, y fui yo quien
la ayudó a tomar la decisión: le dije que el mal menor eran los brackets, que
en poco tiempo su dentadura sería la más hermosa. Yo estaba dispuesto a
acompañarla, a consolarla, a ceder a todos los caprichos que inevitablemente
vendrían.
Fueron varias sesiones en lo del dentista. Finalmente, se le
pusieron unos brackets de un color claro que no resaltaban tanto en sus
dientes. Para mi sorpresa, ella estaba contenta de haber dado el paso. Pero la
primera noche casi no pudo dormir. No sólo sentía una extraña presión sobre sus
dientes, sino que todo su rostro parecía estar padeciendo las inclemencias de
ese aparato opresor. Los analgésicos no le ayudaron mucho. Fui a verla al día
siguiente, y la noté muy desmejorada. Seguramente había pasado una noche atroz.
Lo que me llamó la atención, cosa que hasta ese entonces nunca había notado,
fue la sensación de que su ojo izquierdo estaba ligeramente más alto que el
derecho. Pronto se convirtió en una certeza. Era casi imperceptible, y me causó
gracia el hecho de no haberlo notado antes. Obviamente no le dije nada. ¿Qué
sentido tendría si ni siquiera sus ojos implacables lo habían distinguido en 24
años?
Al día siguiente, sonó el teléfono por la mañana temprano;
se había suicidado. Sólo me dijeron que algo horroroso le había ocurrido y que
se había colgado de la luminaria que pendía del techo de su dormitorio.
Inmediatamente partí rumbo a su casa, preso de cierto estupor incrédulo que no
me permitía razonar ni sentir. Encontré a sus padres desconsolados; ni siquiera
fueron capaces de explicarme lo que había sucedido, y un policía me sugirió que
pasara a verla antes de que llegaran los peritos. Entonces subí las escaleras
que conducían a la habitación del primer piso donde había ocurrido la
fatalidad. El sonido hueco que producían mis pasos en la madera y los latidos
de mi corazón que comenzaba a desbocarse compusieron en mi cabeza una
discordante melodía ecléctica. Había otro policía parado a un lado del
dormitorio de mi novia, que me miró de soslayo ni bien irrumpí en su campo
visual. Accioné el picaporte y empujé la puerta con muchísimo miedo. Colgaba
ofreciéndome su espalda, con su corto camisón de seda blanco, sus sensuales
piernas desnudas, y su pelo color trigo un tanto alborotado. La rodeé con
cuidado, fijando la vista en la cama deshecha donde tantas veces nos habíamos
amado, y esquivando la silla desde la cual se había arrojado hacia el más allá.
Finalmente la miré, primero con un ojo, arqueando una ceja y sin poder aún
levantar la cabeza. Poco a poco fui cobrando valor. ¡Qué perversa jugarreta le
había gastado el destino! ¡Con qué golpe certero la naturaleza había decidido
atacarla en la esencia de su ser narciso! Sus ojos azules habían perdido la
horizontalidad, ubicándose uno exactamente sobre el otro. Su nariz respingada
había rotado como una perilla, y ahora inexplicablemente se atravesaba en forma
horizontal en ese rostro inhumano. Y su boca, su perfecta boca... Sus labios
permanecían en su posición original, provocadores y entreabiertos, y dejaban
ver unos dientes simétricos, brillantes, perfectos, coronados por esos brackets
delicados, casi imperceptibles, letales, que en sólo dos días habían dado una
lección a ese ser narciso y egoísta que hasta hacía unas horas era mi novia.
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